Continuamos con el tercer capítulo de Réquiem por el rey de la rosa. Recordad que todo esto está lleno de spoilers. Si queréis leer los anteriores análisis, ¡aquí los tenéis!
El rey y el niño
Richard regresa a su celda empleando el túnel que empleó para escapar. Una vez reunido con su familia, informa a su hermano y a su madre de que se ha encontrado con Edward y que su padre está bien. ¿Y Cecily se alivia o algo? No. La mujer está tan convencida de que Richard es un demonio encarnado que ignora abiertamente los hechos (como que hay un agujero en la celda) y afirma que ha empleado sus poderes para abandonar el lugar. No solo eso, sino que empieza a despotricar sobre que su cuerpo es la prueba de que es un demonio. Evidentemente, refiriéndose al hecho de que es intersexual.
Podéis imaginar el efecto que tiene esto en la mente de Richard. Porque no es una vez, no. Su madre siempre lo ha esquivado, ha dejado claro que no quiere tocarlo, que lo desprecia y teme. Richard, porque no es estúpido, sabe que todo tiene que ver con su cuerpo. Se nos lo lleva repitiendo machaconamente desde el primer capítulo; él mismo lo comentó frente a Catesby y luego Jeanne se identificó con él porque no tenían «cuerpos normales». A todo ello hemos de sumar el simbolismo de las rosas, de las espinas y todos los elementos respecto a lucha respecto al género que no van a dejar de incrementarse a lo largo de la historia. Una representación de su disforia respecto a un cuerpo que rechaza y odia porque sabe que los demás lo verían como un monstruo.
Y ahora, su madre lo confirma delante de su hermano.
Todos los temores que ha albergado Richard cobran forma por culpa de su madre.
Me gustaría pensar que la forma de Kanno de plasmar a las mujeres en esta historia es resultado de la mentalidad de Richard, que desprecia lo femenino porque en su mente solo puede ser hombre o mujer y se niega a que lo identifiquen o relacionen con una mujer. Es más, la autora no es tímida en relacionar la existencia de un elemento femenino en Richard con lo oscuro mediante Jeanne.
Pero no confío tanto en ella, en especial porque sigue el camino más sencillo para que los lectores se pongan del lado de Richard sin importar el motivo. El guion exige que Cecily caiga en un superficial arquetipo de bruja sé que llamarla así es irónico, dada la situación, y madre cruel y depravada para que podamos justificar el futuro comportamiento de Richard y, sobre todo, para que nos dé pena. Porque es que Cecily ni siquiera intenta poner remedio al problema, solo es una excusa para cargar de dramatismo la escena. Verdaderamente cree que Richard es un demonio, pero no busca formas de deshacerse de él, ni de proteger a los demás. Ni siquiera trata de manipularlo en términos emocionales. En una obra donde todos los personajes tiran hacia gris y se exploran sus motivaciones, Cecily no llega ni siquiera a tener algo de trasfondo que la vuelva al menos una personalidad dramática. No se debate entre el amor por su hijo y la creencia de que es un demonio y puede destrozar al resto de su familia, no. Simplemente aparece para hacer que Richard se sienta mal.
Cecily no es un personaje, por desgracia, a pesar de que un padre/madre puede ser abusivo y ser a la vez un gran personaje con muchísima profundidad. Leed Umineko si no me creéis. Aya Kanno debería.
La reacción de Cecily desata un hilo argumental odioso y barato: los guardias escuchan que la «prueba de que Richard es un demonio está en su cuerpo» y eso, por supuesto, llevará a que acabe la túnica abierta porque para qué dejar de fetichizar los pechos. Estoy convencida de que si Richard hubiera sido cis, exactamente con la misma historia que mantuviera elementos demoníacos debido a una deformación espinal histórica, no habríamos tenido nada que acabara en una suerte de romance no correspondido porque alguien le ve el pecho desnudo. A menos que hubiera nacido como una mujer cis, claro, en cuyo caso habríamos caído en el tópico de que iría disfrazada de hombre hasta que alguien le arrancara las ropas y entonces se volviera deseable.
A todo esto, George no arquea ni una ceja ni mira a su madre como si le faltara un pequeño tornillo, ni tampoco vuelve a mencionar esta discusión o el tema del cuerpo de Richard.
Lo dicho, un hilo argumental barato para despertar morbo respecto a los asaltos sexuales.
Entonces pasamos a una escena de baile donde las mujeres y los hombres visten de forma histórica, con tocados que hoy en día veríamos horrendos, mientras que los Lancaster lucen ropas más placenteras a la vista. En resumen… Margaret se comporta como la mujer agresivo-pasiva que es con su marido y le invita a celebrar una masacre. Una masacre que nosotros, lectores modernos, vemos como tal: en su época sin duda sería una victoria. Henry se niega y huye en cuanto traen bailarinas. Margaret se queda bebiendo tranquilamente. ¿Sabéis que normalmente son las mujeres quienes organizan los banquetes? No me extrañaría nada que hubiera invitado bailarinas aún sabiendo cómo reaccionaría Henry.
Después va a buscar a su marido, segura de que habrá ido a rezar. Es maravilloso cómo se la representa: digna, fría y con presencia de reina. Además, el vestido es precioso. Pero poco a poco vemos cómo va perdiendo el control, irritada por el «vergonzoso» comportamiento del santurrón de su marido y rompe a gritar y dar patadas contra los muebles.
Evidentemente, no se siente llena con su vida. Por desgracia, la autora decide crear una subtrama que no vuelve a resurgir cuando Margaret contempla un guardapelo con el retrato de un tal William, al que sin duda ama con ternura. Lo cual supongo que nos permite verla con cierta amabilidad… A través de un hombre… Que no vuelve a tener ninguna clase de peso en la historia…
El mayor problema es que se enfoca que Margaret es «infiel» a Henry y que por eso lo trata así, cuando la situación es más complicada. Sobre todo resulta cansino este recurso cuando la trama no culpa a Henry por jamás cumplir con su «deber» para con su familia. Al contrario, más adelante se lo explorará como una víctima y será muy, muy interesante.
Pero hablamos de Margaret.
La narrativa se asegura de dejar claro que Margaret es esa clase de persona que cree que la debilidad o los sentimientos son algo de «pusilánimes», en particular en los hombres. Parece ser una idea que ha germinado a partir de la amargura que siente contra Henry en total. Henry, que es tan puro que huye de las mujeres porque las considera sucias. Hasta los guardias bromean sobre cómo debería ser imposible que hubiera concebido a Edward. ¿Os imagináis lo que es eso para una mujer en el rol de una reina, sometida a ser un útero andante para que el reino tenga un heredero? ¿Imagináis lo que debe ser acabar casándote con un hombre que no te toca porque eres lujuria cuando a las mujeres solo se les enseñaba que su belleza y su capacidad de tener hijos era lo único que importaba en ellas?
Margaret, pues, también se ve muy afectada por su rol. Uno que se le queda muy, muy pequeño.
Por desgracia no vemos lo inútil que es Henry en el gobierno por lo general y solo podemos imaginar por qué Margaret es como es. En cualquier caso, es la debilidad de su marido como rey lo que causa que Margaret casi siempre ocupe el papel de monarca. Algo que se lleva incluso al sexo, como ya veremos. No tengo muy claro si la narrativa la admira o no por su capacidad de imponerse en un rol masculino; Kanno le da alguna que otra escena épica, pero en sí se la enfoca más como una mujer malvada en el papel de antagonista… Así que puede que simplemente Margaret tenga el poder de un rey porque Kanno decidió resumir, quitarse a personajes de encima y reunir en la figura de la reina todo en uno: amenaza política, militar y personal.
Entre tanto tenemos al príncipe Edward, que sin duda ha salido a su madre, y huye del aburrimiento cuando le sugieren que vaya a cotillear lo que pasa en la celda de los York. Dentro de la misma, Cecily reza por George, el único que ha recibido una cama, mientras Richard duerme en el suelo.
Debido a las palabras de Cecily, el niño empieza a tener sueños más o menos proféticos en el sentido de que teme ser el causante de la muerte de su padre. Por supuesto, no es responsable de ello. Su padre había decidido hacerse con la corona mucho antes de que Richard volcara sobre él una mentalidad infantil acerca de si hay que retirarse o no del campo de batalla, y York es lo suficiente mayor y experimentado como para saber lo que tiene que hacer en la guerra. De modo que no, Richard no es responsable de lo que haga su padre… Pero el veneno de las palabras de Cecily lo van a convencer de que sí.
Richard se va a culpar de cualquier cosa que le ocurra a su padre.
¿Recordáis lo que comentaba en el primer capítulo de que la historia de Richard es una profecía autocumplida? ¿Cómo no va a comportarse como se espera de él, si no dejan de recordarle constantemente que ninguno de sus buenos actos va a valer nada?
Por suerte, nuestro protagonista puede aferrarse a un pequeño consuelo al recordar que Henry le preguntó si tenía pesadillas. Incapaz de aguantar en la asfixiante celda, Richard se desliza al exterior una vez más con la vaga intención de conciliar el sueño bajo las estrellas.
Con esa facilidad para escaparse cualquiera diría que está prisionero de feroces enemigos.
¿Por qué Henry lo atrapa del tobillo como si fuera un monstruo salido de una película de terror en vez de, no sé, saludarlo? Supongo que tenía más fuerzas para derribar a un niño que para decir nada, visto que estaba llorando. Nótese la ironía, por favor.
Y entramos en desarrollo de personaje. Henry, de la forma más metafórica posible, reconoce que tiene pensamientos más o menos suicidas:
He estado contando el tiempo desde que llegué. Preguntándome hasta cuándo alcanzarán estos días…
Luego procede a quejarse de que el mundo terrenal es lujurioso y trágico. Como ya comentamos en el anterior capítulo, Henry se ve muy afectado por los roles hipermasculinos, dominantes y controladores que se le exigen. A un hombre le tienen que gustar las bailarinas. A un hombre le debe gustar la matanza, la muerte. Pero Henry no solo ha crecido siendo terriblemente dependiente de los demás, sino que es emocional, rechaza la realidad y busca el consuelo en la religión cuando su posición social lo obliga a ser todo lo contrario.
La idea de masculinidad del siglo XV era distinta a la que tenemos nosotros y no había nada de malo en que un hombre llorase o se emocionase, pero Kanno está haciendo un comentario para lectores actuales, no un estudio de los géneros de la Edad Moderna.
Richard le espeta que si se queda ahí morirá helado, y Henry reconoce que no le importaría morir, pensando que así podría salvar a todos. Richard, que no tiene ni idea de que habla con su odiado rey, le dice unas palabras que alivian muchísimo la carga que pesa sobre los hombros de Henry:
Qué aires de grandeza. Como si la muerte de un mero pastor fuera a cambiar el mundo.
Esto es como una epifanía. Un rey no deja de ser un pastor de su pueblo, ¿no? Y un rey más no debería ser importante. Ninguna persona debería cargar, sin que haya aceptado ese puesto, con las vidas de tantísimas otras. Por primera vez en su vida, probablemente, alguien está tratando a Henry de tú a tú, con confianza, sin distancias. Richard no lo considera más importante que los demás.
Por eso, pura alegría infantil que contrasta con la gravedad de Richard, exclama:
¡Me gustas!
Y todo mientras lo abraza.
Sí, los hermanos de Richard suelen abrazarlo, pero ya que nuestro protagonista tiene un algo con figuras mayores y monárquicas, creo que lo importante para él es que un adulto, por poca autoridad que tenga, que no es su padre le ha demostrado aprecio. Uno que no es su padre.
No solo eso, sino que Richard todavía tiene tierna la pesadilla y lo ha perturbado el deseo de Henry de morirse. No es de extrañar que con la concatenación de tantos acontecimientos termine por abrirse y diga, entre lágrimas:
Yo no quiero morirme. Sé que si me muero, no podré ir al cielo, porque soy una criatura del diablo. Por eso ni siquiera mi madre me quiere.
Esto es un niño buscando el consuelo en brazos de un adulto.
Todos los niños averiguan un día que van a morir y supone una crisis existencial que algunos no consiguen superar. En el caso de Richard, la situación es peor porque los medievales de verdad creían en la existencia del Cielo y el Infierno. ¿Cómo debe ser pensar desde niño que, cuando mueras, irás al Infierno porque tu misma madre te lo dice?
Richard solo quiere que lo amen y el abandono de su madre desarticula su vida entera. Como no voy a repetirme sobre la manía de situar a madres como el mal absoluto y lo triste que es emplear este recurso, señalaré que el pasado común de ambos al haber sufrido abuso lo cual hace que odien a las mujeres establece un vínculo en medio de tanta incomprensión.
Ahora, ¿le dice Henry a un niño pequeño que por supuesto no va a ir al infierno? No. Lo que hace es decirle que rezará por él. Lo cual, no me malinterpretéis, era una forma activa que tenían de hacer algo por otra persona según su mentalidad. La voz de un rey debería llegar a Dios si es el más cercano al mismo, ¿no es así?
Pero este acto revela lo muy infantil que es Henry, incapaz de abrazar sus responsabilidades, aferrándose a las palabras de un chiquillo y buscando ser su amigo, como si Richard pudiera salvarlo. Para colmo hay una inquietante superposición de los recuerdos de Henry, en los que ve a su madre besándose con uno de sus amantes (ya sabéis, qué traumático ver sexo consentido y aparentemente, por lo que se muestra, dulce cuando no lo comprendes) y al mismo rey atrayendo a Richard en una postura muy similar. ¿Foreshadowing de la relación que tendrán en el futuro? Irónicamente, eso parece. Pero claro, como Henry es hombre no será condenado por la narrativa.
El resto de los flashbacks son simbólicos y plasman a la perfección lo asfixiado que se siente Henry por su posición como monarca, y también su complicada situación al haber sido manipulado desde niño.
Richard, por otro lado, lidia con sus propios traumas. ¿Habéis visto toda esa ilusión que lo embarga porque alguien le pida ser su amigo? Pues de inmediato Jeanne surge para «ensuciar» esa emoción.
Acepta y quédate con él para siempre. Si ambos yacéis abrazados ¡no te congelarás!
Puede parecer un comentario inocente, pero solo hay que ver la cara de Jeanne y el tono obsesivo respecto al sexo de la obra para saber que «yacer» tiene sus implicaciones.
Ya que Richard no debería saber o estar interesado en temas de sexo —no sé qué edad tiene, dudo que los 7 que debería, pero no le echaría más de once y solo porque su pecho se está desarrollando— sigo sin tener muy claro si Jeanne es la manifestación de la Sombra de Richard. En arquetipos jungianos: la parte más oscura de nuestro ser, que acumula todo lo que no queremos reconocer ni sacar a la luz. Es decir, su subconsciente, o si simplemente Kanno ha decidido usarla como espíritu maligno que murmura al oído de Richard. Quizá sea una mezcla de ambas. Si Jeanne es real, entonces Richard está escuchando a un espíritu y ello lo acercaría al misticismo de las brujas y de los Demonios.
El chico rechaza hasta a Henry porque «no quiere ir al infierno» —por si no quedaba claro a qué se refería Jeanne con «yacer»— y se excusa anunciando que odia su nombre (el del rey contra el que lucha su padre). En términos narrativos, está posicionándose contra los Lancaster, incluso si no se da cuenta. Esta brusca separación devuelve a Richard a su papel de York y a Henry, al de monarca.
Aun así, cuando Richard regresa a su celda y se acurruca en su rincón, Richard no deja de rememorar con expresión de felicidad y emoción mal contenidas que Henry le pidió que fueran amigos.
Entonces unos guardias se llevan a Richard y lo encadenan de cuello y manos porque, por supuesto, un niño flaco es peligrosísimo y no hay nada fetichista aquí para que Edward pueda cogerlo de la argolla. No, señor. Me gustaría recordar que estamos ante niños pequeños, por mucho que la autora tienda a olvidarlo.
Y toca hablar de Edward. Edward, que parece claramente un Joffrey Lannister atacando a Sansa Stark. Y me desconcierta, porque por mucho que Margaret sea brutal en la guerra, ¿cómo han criado a este niño para que sea tan sádico? No solo eso, sino que su futuro comportamiento es mucho más noble y digno, en aras de que nos encariñemos con él.
Todos los gritos de Edward sobre que Richard es un diablo y tratarlo como tal (con todas sus metafóricas conversaciones sobre el Cielo y el Infierno) resultan forzados incluso en un tono teatral, porque no tiene motivo para creerse que Richard es un demonio. Si de verdad le tuviera miedo no se habría acercado a él; en cambio, lo ha buscado y amenazado porque quería entretenerse y utilizar su poder con una persona técnicamente indefensa. Es decir, que Edward continúa utilizando el mismo vocabulario solo porque así Richard encaja en su descenso a la oscuridad.
Y sí, parece que había que rajarle la camisa para poder verle las tetas y que Edward se obsesione con él porque «es una niña» y le debe molar que las niñas lo amenacen de muerte. Ya sabéis, ¡romance! ¡Comedia!
Lo interesante es que Richard se niega a aceptar la identidad de demonio y le sugiere, con una mirada muy, muy asqueada, a Edward, que siga el ejemplo de su padre y empiece a ser algo más piadoso.
Entonces Richard se las apaña para escapar porque un paje distrae al príncipe anunciando que los York se teletransportan y asaltan el castillo donde los protagonistas están presos. En plena huida, se choca con su hermano mayor que no se preocupa por verlo encadenado y con la camisa rota que le anuncia que ¡han tomado la capital, han ganado!
Y os preguntaréis: si los York están en el castillo, ¿qué pasa con Edward, Margaret y Henry? Pues… Que están por ahí. Margaret acude a la carrera a encontrar a Henry, que vuelve a parecer un muerto viviente, y le reprocha que no estaba en la iglesia (deberías mejorar la seguridad alrededor de tu marido, Margaret) y le grita que no hay tiempo, que deben lanzar un ataque contra los York. Henry se encoge y se niega a pelear y Margaret, con una frustración más que comprensible porque les están quitando el reino, grita que ella liderará el ejército. You go! Y ¿qué hay del príncipe Edward? Sigue en su sitio con cara cómica porque ¡Richard es una chica! Es decir, los Lancaster no tratan de huir a pesar de tener al enemigo literalmente a cinco pasos. Es como si todo ocurriera en castillos distintos. ¡Teletransporte, digo!
La reina de Inglaterra
Vamos a hablar un poquitito de Margaret.
Nacida en Lorena, fue la hija del duque de Anjou, que a su vez era rey de Nápoles (aunque el territorio estaba en manos de la corona de Aragón), Sicilia y Jerusalén, y de Isabel, hija de Carlos el Calvo. Como todas las niñas nobles, siempre imaginó que acabaría casada pronto y con alguien importante, como peón político. Imaginad cómo tuvo que afectar a su ego saber que, entre sus posibilidades, estuvo el emperador Federico III. ¡Podría haber sido emperatriz! Su madre, que era una mujer educada e inteligente, se aseguró de proporcionarle la mejor educación posible. A Margaret le gustaba la poesía, y en particular encantaba leer a Bocaccio (un escritor ligero y divertido, por contraste con la pesada literatura piadosa de Henry). Desde joven vivió en ambientes políticos activos, donde las camarillas de aliados eran inevitables, y asumió que lo lógico era formar un grupo y oponerse a otro.
Su familia ganó influencia en la corte francesa cuando la tía paterna de Margaret se casó con el rey de Francia, Charles VII. Bajo la tutela de la reina, Margaret se ganó una buena reputación por su belleza e inteligencia en la corte francesa, que llamaron la atención de Henry y por eso (aparte de la ambición de sus padres) acabó siendo dada en matrimonio para que se convirtiera nada menos que en reina.
Bien, ¿recordáis al William que menciona Margaret? Ese era William de la Pole, primer duque de Suffolk, enemigo del padre de Richard. Fue una figura muy importante para Margaret, ya que se trasladó a buscarla a Francia en nombre de Henry. No solo eso, sino que ofició lo que se llama boda por poderes. ¿Qué es eso? Pues una boda oficial ante las autoridades y Dios, pero que se celebraba con uno de los miembros (normalmente el hombre) está ausente. Un sustituto, pues, lo representa en la ceremonia. Es decir, Margaret se casó en Francia con su marido, pero quien celebró la boda a su lado fue William. Y antes de que gritemos por romance, debo aclarar que ella tenía unos dieciséis años y él alrededor de cuarenta y ocho.
El mayor problema de Margaret es que su padre no tenía mucho dinero y el gobierno inglés tuvo que costearle el viaje a Inglaterra. El duque de Gloucester, título que heredará Richard, fue el que más protestó por ello y dijo que habían comprado una reina que no valía diez marcos. Encantador.
El viaje a Inglaterra fue tan terrible en tormentas que William tuvo que bajarla del barco en brazos y pasó inconsciente horas; como sus ropas estaban hechas pedazos, William comenzó su papel como mayor consejero de Margaret obteniéndole una modista para que diera la mejor impresión posible al pueblo. Curiosamente, dado que Kanno establece a Henry como un puritano desde sus inicios, el rey estaba tan ansioso de ver a su esposa que se disfrazó de un paje para llevarle una carta. Al parecer, cuando William le preguntó qué pensaba del paje, ella respondió que ni se había percatado de su presencia.
Aunque la lengua de Margaret era el francés, aprendió en muy poco tiempo a utilizar el inglés, lo cual dice de su habilidad para moverse por el mundo. Sin embargo, muy pronto dejó claras sus alianzas con William y sus compañeros, mientras que se opuso abiertamente a Gloucester y York.
Estos dos eran duques poderosos y conservadores, promovían una política que el pueblo apoyaba, muy agresiva contra Francia. Margaret, en cambio, buscaba asegurar la misión por la que se la había casado con Henry: asegurar la paz. No lo tenía fácil, puesto que el pueblo la odiaba porque era francesa y porque era muy cercana a William, responsable de la negociación de la pérdida de Maine en Francia. Es decir, Margaret suponía para muchos un recuerdo de la derrota inglesa ante Francia. A ello se sumó que Margaret tenía una personalidad dominante y activa que solo se exacerbó ante la ineptitud de su marido para gobernar y que hubo un aumento de los precios y ciertas crisis económicas. A los pocos años de la llegada de Margaret, el gobierno Lancaster acabó en bancarrota. Era fácil señalar a un blanco claro y culparla de todo.
Para colmo le llevó años tener un hijo. Como ya comentamos en el capítulo anterior, Edward nació durante la época en la que Henry pasó por su crisis nerviosa, lo que llevó a que muchísima gente sospechara que el príncipe no era suyo, sino de alguno de los aliados de Margaret. Una acusación típica en términos políticos y que, irónicamente, parece más bien corresponder a Richard de acuerdo al estudio de su cadáver.
Otra cosa es que Margaret actuara bien siempre, cosa que no hizo, promoviendo ciertos intereses dañinos (y logrando que Londres se pusiera a la moda, entre otras cosas, ya que se esforzó mucho en mover el comercio), justificando en parte el deseo de York de reformar el gobierno… así como el miedo de Margaret, William y otros miembros fieles a la reina a los actos de York. En general se dedicaron a bloquear sus intentos de acceder al gobierno y a expandir rumores sobre que planeaba un golpe de estado… Irónico.
Al final William fue demasiado ambicioso. Entre otras cosas logró un matrimonio para su hijo con una niñita de siete años llamada Margaret Beaufort, que podía convertirse en la siguiente heredera al trono siempre y cuando la reina no tuviera descendientes. Y vaya, resulta que el matrimonio de esta niña con el hijo de William se anuló y, como sabéis por el capítulo anterior, Margaret acabó casada con uno de los hermanastros del rey. A los 13 añicos dio a luz a Enrique Tudor, el padre de Enrique VIII, el rey que cortaba cabezas de sus esposas.
Antes de todo esto, la bondad de Henry protegió a William del odio que se había ganado entre el pueblo y cuando se enfrentó severas quejas de la Cámara de los Comunes que lo llevaron a juicio. Podría haber acabado en sentencia de muerte, pero el rey se limitó a exiliarlo durante cinco años gracias a la intervención de Margaret. La reina intervino para proteger al hombre que la había cuidado y que debía recordarle más a un padre que a un amante, señorita Kanno, por esa inmensa diferencia de edad.
Por desgracia para William, en su partida de Inglaterra fue atrapado por sus enemigos y ejecutado en una balsa, con tan mala suerte que no tardaron doce golpes en cortarle la cabeza. Con esto, Margaret perdía a uno de sus grandes aliados. La viuda de William, Alice Chaucer, le comunicó la noticia y Margaret pasó días sin comer ni dormir, pero después continuó con sus tareas como reina.
Faltaban tres años para que consiguiera dar a luz a Edward.
¿No os da que pensar la reinterpretación de Margaret, de joven de dieciséis años, inteligente, culta y ambiciosa, a la figura de Réquiem por el rey de la rosa? Una verdadera pena que Kanno haya bebido bastante de la misoginia de las obras de teatro para implantarla en su persona…