Volvemos de nuevo a Kabi Nagata, la autora que ya se ha ganado un meritorio puesto en el panorama del manga español gracias a sus anteriores obras, Mi experiencia lesbiana con la soledad y el primer tomo del Diario de intercambio (conmigo misma). Con este segundo tomo, la autora cierra un ciclo vital, tanto a nivel personal como artístico. Aun así, esperemos que, en el futuro, siga deleitándonos con sus obras.
En la segunda parte del Diario de intercambio, Kabi Nagata pone punto final a algunos de los temas que exploró de forma acertada en sus anteriores trabajos. La relación con sus padres —y otros familiares— o su círculo de amistades son algunos de ellos, pero, en este caso, la cuestión de la salud mental es el tema insignia por excelencia. Con su obra, Nagata muestra hasta qué punto puede afectar a la vida cotidiana sufrir un trastorno mental. La autoestima, entablar relaciones sanas, la percepción de los demás… todo está vinculado a un correcto funcionamiento del cerebro. La autora ha sabido aunar de forma magistral toda una serie de elementos en su trabajo que dejan un manga de ensayo al que no estamos acostumbrados en España.
A lo largo de este tomo, Kabi Nagata se embarca en un viaje interior de autoexploración, analizando varios puntos de su día a día. Es así como llega a la conclusión de que las cosas no irán a mejor a no ser que ella misma haga algo por cambiar. El hecho de tener amistades nuevas o incluso volver a casa de sus padres porque la angustia vivir sola son episodios que la hacen reflexionar sobre hacia dónde debe ir y lo que debe hacer para recuperarse. Tras tanto tiempo ignorando lo que le sucede, la autora recae de forma más severa en la depresión y comienza a beber alcohol sin freno, por lo que finalmente debe ingresar a una clínica para tratar su adicción y, sobre todo, el trastorno depresivo que padece. Esto, por supuesto, no habría sido posible sin la ayuda de sus padres, quienes la apoyan en todo momento y la animan a que se recupere pronto.
El análisis que nos ofrece este manga —y los anteriores— sobre los deseos de encajar en sociedad, el padecer una depresión y la determinación a afrontarla es algo que solo nos podría haber ofrecido una persona que lo ha vivido en sus carnes, como es el caso de la autora. Resulta especialmente difícil leer sobre su estancia en el hospital, donde la ansiedad y la desesperación terminan provocando que se autolesione. A pesar del tono inocente con el que está dibujado y la normalidad con la que Nagata transcribe lo que le sucedió, no se debe olvidar que su obra es solo una pequeña representación de lo que ha vivido ella y frivolizar sobre lo que se puede leer en sus páginas no sería muy inteligente por parte de nadie.
Quizá una de las cosas que más pueda chocar al público sea el hecho de que nadie, en ningún momento, obliga a la autora a ingresar o a tratarse. Recibe apoyo, eso sí, pero la última palabra la tiene ella a la hora de decidir acudir a la clínica donde la ayudarán. Como no podía ser de otra forma, esta explicación tiene una base sociológica. En Japón —y en España también, no lo vamos a negar— la salud mental todavía es algo que está lejos de verse como algo normalizado y a lo que se debe prestar atención de la misma forma que si se tiene un brazo roto, por poner un ejemplo.
En el caso japonés pesa mucho el pensamiento tradicional: si un hijo sufre problemas a nivel mental que le impiden hacer una vida normal —ya sean trastornos depresivos, fobias u otras cosas— la culpa a nivel social recae sobre los padres, porque no han sabido darle una buena educación para ser un buen ciudadano. No debemos olvidar que, por desgracia, Japón cuenta con una de las tasas de suicidio más altas a nivel mundial y que el propio Gobierno ha tenido que tomar cartas en el asunto, no siempre de buenas maneras. Aparte de esto, también son conocidos los casos de hikikomori (los recluidos), un fenómeno que despertó en Japón hace unas décadas y que, paulatinamente, se ha ido extendiendo a otros países —lo que no quiere decir que no existieran antes jóvenes que se recluían en sus habitaciones de forma permanente—, pero en el país del sol naciente muchas veces son complicados de detectar debido a que los propios padres esconden la realidad que viven sus hijos al resto del mundo. Muchos prefieren silenciarlo y mantenerlos en sus cuartos con todo lo que necesiten antes que pedir ayuda por miedo al rechazo social. Afortunadamente, desde hace unos años se han implementado planes de prevención y tratamiento para gente que sufra trastornos de este tipo.
En conclusión, y sin extendernos más en estos temas, la obra de Kabi Nagata ha supuesto un shock en su país de origen al tratar temas tan delicados a nivel social, cuestiones que casi nadie se atreve a hablar en voz alta. Por ello no sorprende la cantidad de apoyo anónimo que recibió la autora a través de Internet y las redes sociales, ya que evidencia que trabajos de este estilo son muy necesarios y pueden ayudar a otras personas que viven situaciones parecidas.
Este segundo tomo supone un broche dorado a lo que Nagata empezó hace tiempo con Mi experiencia lesbiana con la soledad. Además, al final del tomo se incluye una historia original de la autora —lejos del estilo cartoon—, titulada La melancolía de Chika, que también sirve como crítica social y de la que no adelantaré nada ya que es mejor que la leáis por vosotras mismas. Esperemos que, no a mucho tardar, tengamos noticias buenas y frescas de Fandogamia sobre nuevos trabajos de la maravillosa Kabi Nagata.